Escribo bajo este encabezado en plena consciencia de que llevamos 11 años dentro del siglo XXI. Sin embargo, los espacios de poder tanto en lo político, como en lo económico, social y académico están aún ocupados, y lo seguirán por al menos otras tres décadas, por individuos nacidos en la segunda mitad del siglo XX.
La muerte ayer de Steve Jobs (1955-2011) tiene toda la trascendencia de un final de siglo. El cierre de una época, con todos los elementos de incertidumbre que corresponden a determinar qué seguirá en la próxima.
Jobs, Bill Gates, Steve Wozniack y otros iniciaron la era de las computadoras. Su visión científica, comercial y empresarial les permitió poner el teclado de la computadora enfrente del ser humano, de la misma manera que hasta entonces había estado la pantalla del televisor, y antes la del cinematógrafo.
Gates llevó esta expansión más lejos que ninguno, pero en el camino perdió cierto sentido de la estética, cierta intangible dimensión de la relación íntima entre humano y máquina. Algo que Jobs no perdió de vista. Gates produjo en masa para dominar el mercado. Algo así como la historia de Tucker y Ford.
Jobs entendió que, a través del tacto y la vista, la máquina sería el túnel que conectaría al humano con espacio virtual. Después vislumbró que esa máquina podía ser manejable, a escala humana, capaz de caber en la palma de la mano, o de presentarse en el espacio y peso necesarios para poder ser parte inseparable del espacio físico. En la transición del siglo XX al XXI, el humano pierde interacción con otros humanos en su espacio físico inmediato, pero lo gana con la máquina. En su mano y espacio visual imperan la laptop, el I pone, o el I pad. Lo digital no sólo se refiere a
los bits, sino al imperio de los dedos humanos que aporrean teclados, aprietan los símbolos de las aplicaciones, mueven pantallas de tabletas para arriba o para abajo, o dan vueltas a las páginas de los libros virtuales. Si la pantalla de computadora, y antes la de televisión y cinematógrafo constituían el ámbito para el imperio de la vista, ahora la vista debe compartir su corona con los dedos. Y el pulgar, distintivo de los primates, es el senescal de este mini imperio de los sentidos, a costa me temo de la atrofia de oído y olfato. No se escucha, es decir, no se registra lo que se oye, porque ojos y dedos están concentrados en la tarea de llevarnos al mundo de lo virtual.
Jobs, obsesivo de la estética tanto como de la utilidad y el funcionamiento, supervisó personalmente cada producto. Dicen que enloquecía a sus colaboradores y subordinados con la rudeza de sus exigencias, con su maniática atención al detalle, con su intransigencia hacia la mediocridad, la imperfección, el ya merito, el casi tan bueno pero no tan bueno.
Jobs muere junto con un buen trozo del siglo XX que se me comenzó a morir en 1980, con el asesinato de John Lennon. No me preocupa demasiado el qué seguirá porque Jobs dejó una escuela formada tras de sí. Aunque hemos perdido para siempre su visión, su ferocidad de creador, su obsesión por explorar y abatir fronteras insospechadas.
Ayer había un rumor de que Bob Dylan iba a recibir el Premio Nobel de Literatura. Ciertamente lo hubiera merecido: hay poquísimos poetas vivos que hayan expresado la angustia y complejidad del siglo XX de la manera que Dylan lo ha hecho.
Si lo hubiese recibido, para mí hubiese sido otra clara señal del final del siglo XX, debido a esa aureola lapidaria, elegiaca, del Premio Nobel. Terminó recibiéndolo un poeta sueco muy conocido en su casa a la hora de comer. Bien por él, porque así extendemos un poco más la agonía del siglo que nos vio nacer, crecer y convertirnos en primates digitales.
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