Quiero advertirle de entrada al lector que ya parezco disco rayado con este tema, pero por desgracia aquí estamos de nuevo, con otra matanza en Estados Unidos y un peligroso caldo de racismo, armas de fuego y extremismo político.
Más preocupante aún que el caldo de violencia e ignorancia, es la actitud de una buena parte de la población. No es indiferencia, sino algo peor. Es una reacción inmediata, por lo general de un escándalo sensiblero, al que sigue una pretendida consternación, y en cuestión de dos o tres días –lo que dure la noticia en los medios- una absoluta resistencia a elevar el nivel de la conversación, a exigir acciones, a llamar a rendir cuentas a quienes tienen que rendir cuentas.
Y esto no es nada más en torno a la matanza en la Iglesia Africana Metodista Episcopal Mother Emanuel en Carolina del Sur; o en torno a otras matanzas similares; esta ha sido también la actitud luego de casi un año de disturbios en las calles de pueblos y ciudades, que comenzaron con Ferguson, Missouri, en agosto pasado, y han seguido en puntos tan distantes como Baltimore, Maryland, y McKinney, Texas.
Volvamos por un momento a Carolina del Sur, porque en estos casos de matanzas se agrega un elemento: un consenso general, alimentado por los medios de comunicación más que por ninguna otra entidad, de eliminar el diálogo nacional a partir de ponerle al autor de la matanza la etiqueta del extraño solitario. Detrás de esa pantalla de soledad y enfermedad mental, un país entero esconde su miedo a enfrentar sus demonios por la vía del diálogo.
Un amigo decía el otro día que ya sabemos que en todo sujeto que se anima a tomar un arma para matar a otros, por lo general desconocidos, ya existe un desbalance mental. Eso no debería ser pretexto para no llevar a la tribuna otros temas: la disponibilidad de armas de fuego en este país, la cultura de violencia, y sobre todo el racismo. El crimen de Mother Emanuel fue un crimen de odio racial.
Hay quienes, inclusive, han pedido que se mire este suceso desde la perspectiva del terrorismo doméstico. No sería una mala perspectiva porque hay una intención, en este tipo de actos, de violentar el orden establecido por la vía de un ataque armado y directo, premeditado, contra un grupo específico de personas indefensas.
Otros piden que se retire de una vez por todas la bandera Confederada de edificios públicos en varios puntos del Sur de Estados Unidos. Está bien, pero esa sola medida no basta ni debe creerse que contenga el racismo, como en Europa y específicamente en Alemania prohibir la bandera nazi no ha prevenido ideas, actitudes, conductas o acciones fascistas.
Se le mire por donde se le mire, el racismo es el gran tema social y político que sigue sin resolverse en un país que se fue a la guerra civil hace 150 años para dirimir el tema del esclavismo. Ganaron los abolicionistas, pero el país comenzó a partir de ese momento a mirar para otra parte, a disfrazar actitudes abiertas con caretas psicológicas o culturales, a fingir, a pretender que las cosas no existían.
Hoy, vemos a las fuerzas policiales del país en una abierta actitud de violencia frente a las minorías raciales. En parte, porque los métodos policiales en Estados Unidos han dado un cambio de rumbo violento desde los ataques terroristas de 2001: se investiga, se vigila y se castiga de otra manera. La policía se ha olvidado de su trabajo comunitario, y se ha reentrenado para castigar, y hacerlo de forma contundente.
Y, en otra parte, porque subyace un sentimiento racista, y una peligrosa y violenta ignorancia, que la sociedad oculta o quiere ocultar lo más posible, pero que surge cada cierto tiempo y lo hace con escándalo.
Ese racismo a veces brota con tintes de extrema violencia, como en el caso de Mother Emanuel; a veces con tintes de tensión social, como en Ferguson, Baltimore, o McKinney; a veces, con tintes circenses, de teatro del absurdo, como en las declaraciones del precandidato presidencial republicano, Donald Trump, o en el escándalo de la directora de la NAACP de Spokane, Washington, que dirigía una organización afroamericana pretendiendo ser de raza negra, cuando no lo era.
Pero por lo general, vive oculto detrás de las caretas, de la hipócrita preocupación de los medios, de los remedios de medio pelo, de las explicaciones convenientes como la del “asesino loco y solitario”.
Este país pensó que había dado un salto cuando eligió a su primer presidente afroamericano. Pero en materia del racismo subyacente y burbujeante de Estados Unidos, se dan tres pasos atrás por cada salto al frente.
No puedo, entonces, dejar de pensar en una canción que me estremeció desde la primera vez que la oí, Strange Fruit, que compuso Abel Meeropol inicialmente como un poema de protesta por los linchamientos de afroamericanos, y que han interpretado cantantes como Billie Holiday y Nina Simone. Quien la conoce entenderá a la primera; si no la conocen, escúchenla con atención o busquen la letra.
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