La extraña carrera presidencial en los Estados Unidos está a punto de llegar al momento de quiebre que son las primarias en los tres estados tradicionalmente tempraneros: Iowa, New Hampshire y Carolina del Sur. Estas primarias son, por usar una imagen bíblica, el momento en que comienzan a separarse el trigo de la cizaña.
O eso solían ser.
En el presente ciclo electoral, vivimos dos momentos muy interesantes.
El primero, es el momento del “nadie imaginó”.
Nadie imaginó que un sapo inflado y monomaniaco como Donald Trump estaría no sólo al frente de la caballada republicana, sino potencialmente al frente de todo el tropel. Yo mismo pensé que se ahogaría en el pantano de las primarias y no llegaría a la Convención Republicana. Ahí lo tenemos.
Nadie imaginó que un viejo socialista independiente como Bernie Sanders le estaría dando un repaso al nomenklatura demócrata ni que llegaría a Iowa en virtual empate con la candidata que ya se siente emperadora, Hillary Clinton.
Nadie imaginó que los apellidos Bush y Clinton fueran simplemente eso, apellidos. Entre los dos apellidos, hay tres presidencias en los últimos 25 años. ¿Habrá una cuarta? Tal vez no, si las cosas siguen así.
Y si siguen así, el segundo momento que vemos consolidarse es el del voto de los encabronados.
Trump y Sanders han tenido la astucia de saber capturar dos vertientes distintas del encabronamiento público.
¿Por qué está la gente encabronada, y contra qué?
El encabronamiento abarca a un mismo sector de la población: las clases media y media baja, lo que en Estados Unidos se llama el working class. Las clases castigadas por la Gran Recesión de 2008 y que pese a la recuperación general de la economía no han visto mejoras sensibles en su nivel de vida, ni en sus expectativas del famoso y mentiroso “Sueño Americano”.
En la derecha, ese encabronamiento tiene, por supuesto, la raíz económica antes citada pero se manifiesta también en la frustración ante la pérdida de empleos que se han ido a otros países; se manifiesta en el miedo al otro: al negro, al inmigrante, al musulmán; se manifiesta en esa profunda inseguridad que sienten muchos angloamericanos ante la pérdida de su estatus de casta divina; pero se manifiesta también en la absoluta inseguridad sobre su futuro económico y político.
En la izquierda, el encabronamiento se enfoca en la pérdida de la red de seguridad social: la desaparición de los pensiones, del empleo industrial y de manufacturas, del deterioro de los sindicatos, del feroz retroceso en las relaciones sociales y raciales.
Ambos encabronamientos representan también una profunda decepción ante el sistema. Los políticos con olor y sabor a Washington no sólo son ignorados por el votante encabronado, sino denostados al son que Trump y Sanders toquen. De ahí el desplome de Jeb Bush, Marco Rubio, Chris Christie, y el desgaste de la campaña de Clinton. Washington ya no tiene respuesta a nada. Todo sabe y huele a mentira, a manipulación.
He aquí el dilema: el estadounidense encabronado no es precisamente un asiduo visitante a urnas. El reto para Trump y Sanders es convertir la ira ajena en votos constantes y sonantes, en cada una de las primarias, y luego en la general de noviembre.
Ese reto les obliga a un equilibrio precario: mantener la retórica del disgusto al tiempo que arman una plataforma que sea digerible para los votantes menos encabronados, los que habitualmente deciden las elecciones.
Ambos, Trump y Sanders, tienen todo el potencial posible para partir en dos el voto tradicional de demócratas y republicanos: de un Partido Demócrata cada vez más acomodaticio y gris; de un Partido Republicano cada vez más contradictorio y esquizofrénico.
Queda mucho por ver. Yo ya tiré a la basura la bola de cristal. ¿Usted?
Muy buenos comentarios, muy acertados.