Por una noche, Chicago se reencontró con su historia.
Por una noche, Chicago volvió a ser la de los disturbios anarquistas que dieron origen a la fiesta del 1 de mayo, la Chicago insumisa que protestó contra la maquinaria del ex alcalde Daley en 1968, la Chicago que se paralizó en 2005 cuando un millón de inmigrantes marcharon por sus calles exigiendo amnistía.
Por una noche, Chicago volvió a ser la ciudad bronca, de los anchos hombros, del poema de Carl Sandburg, la pendenciera y libertaria, la que va a su aire.
Por una noche, Chicago olvidó sus propios horrores – el desastre político y financiero de la administración del alcalde Rahm Emanuel, los tiroteos en los barrios, los abusos policiales – e hizo lo que otras ciudades en Estados Unidos ahora han empezado a imitar.
Esa noche, la del viernes 11 de marzo, fue la que vio a miles de Chicaguenses – hombres, mujeres, niños, jóvenes, viejos, inmigrantes, ciudadanos, homosexuales, bisexuales, pansexuales, socialistas, moderados, anarquistas, universitarios – congregarse en torno a, y dentro de, un recinto para decirle no, un claro, contundente no, al candidato del odio y la exclusión, a un Donald Trump que sigue embalado en su carrera a ser candidato del Partido Republicano a la presidencia de Estados Unidos.
Las campañas primarias hacia las elecciones generales de noviembre han llegado a su punto crítico: el martes 15 se dirimen tres estados clave: Florida, Ohio e Illinois. Tanto demócratas como republicanos están muy cerca de definir a sus candidatos presidenciales.
Trump llegó a Chicago en la cima de la estúpida y violenta arrogancia que lo ha colocado al frente la carrera republicana.
Llegó encabezando a un partido roto por el eje, entre un conservadurismo viejo, corrupto e ineficiente, y un neoconservadurismo racista, clasista, intolerante, fanático y violento. Un neoconservadurismo que es hijo de esa pareja ahora ungida como si fueran santos o figuras bíblicas, Ronald y Nancy Reagan.
De la revolución conservadora de los Reagan surgieron las presidencias de los Bush, el extremismo ideológico de Dick Cheney, Donald Rumsfeld y Karl Rove que metió al país en las guerras de Irak y Afganistán; de ahí surgió el deplorable movimiento del Tea Party y las figuras de Ted Cruz y otros radicales del veneno y la hipocresía; y de ahí surgió esta última abominación que es Trump, cuya presidencia desnuda lo peor de la paranoia ultranacionalista de muchos sectores traicionados y desposeídos por la recesión de 2008, pero ideologizados de tal manera que no ven la culpa en los poderes fácticos de Washington y Wall Street, sino en el alien – el otro, sea éste inmigrante, negro, homosexual, o liberal.
Chicago dijo no a todo eso. Al hacerlo, mostró la cobardía de un Trump que escupe bravatas desde el podio, pero que tiembla como ratón de alcantarilla cuando alguien le grita o se le sube al escenario, que es incapaz de dar la cara cuando reclaman su nombre a gritos. Que es cobarde y mentiroso, como todos los megalómanos, como todos los fanáticos.
No sé que pasará. Al día siguiente de la noche de Chicago, acudí a votar. Había cola, lo cual es muy buena señal tratándose de una elección primaria. Hay mucho por recorrer de aquí a noviembre. Ojo: aún si no es Trump el candidato republicano, el odio que lo sigue como la peste a un cerdo irá a pegársele a otro. Trump encarna algo que otro energúmeno como Ted Cruz también podría encarnar.
Al menos sé que Chicago, mi ciudad, alzó el puño y dijo no.
2006, compadre, no 2005…
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