A Julia Santibáñez, Jorge F. Hernández y Teatro Aguijón
A veces los azares nos rebasan.
Lo más fácil era, en el año del 400 aniversario de Shakespeare y Cervantes, hacerse el loco y no leer o releer sólo para poder afirmar que nadie te dice lo que tienes que hacer.
Pero resulta que Julia Santibáñez invitó a leer al Quijote, y que recordé que Jorge F. Hernández también lo hace, religiosamente, año con año.
El azar vino cuando, en medio de la relectura, los queridos amigos de Teatro Aguijón me invitaron a escoger algunos diálogos del Quijote para formar parte de una escenificación de piezas de Cervantes y Shakespeare, algo que han llamado Mano a Mano y cuya presentación coincidirá con las fechas del 400 en su espacio del norte de Chicago.
Y el segundo azar vino, cuando seleccionados los diálogos, me invitaron a ser Sancho Panza.
Confieso que a Sancho siempre le puse menos atención que al Quijote.
Todo ha cambiado.
Encarnarlo, en esa magia que es el teatro donde abandonas tu cuerpo para cedérselo a un fantasma, es entender al Quijote de otra manera, verlo desde los ojos de otro personaje universal que es todos nosotros.
Porque Sancho es usted, y yo, y el vecino, y aquél que va en el metro con la vista pegada a la pantalla de su teléfono pretendiendo que el mundo no existe. Es todos nosotros, porque vemos exclusivamente por nuestros intereses, por nuestra pequeña parcela.
Y la magia, el milagro del Quijote, no es la lucha contra los gigantes/molinos, no es el amor por Dulcinea, no es la una y mil desiguales batallas en montes y prados y bosques. El milagro del Quijote, el verdadero entuerto que desface Alonso Quijano, es convertir a Sancho en un soñador, en un poeta.
Por ende, el verdadero milagro del Quijote, que se sigue cumpliendo de forma puntual y seguirá ocurriendo per secula seculorum es convertirnos a nosotros en lectores, es hacer que levantemos la vista de la pantalla y vayamos en busca de nuestra Isla Barataria.
Esto sólo lo he podido constatar prestándole mi piel al escudero, intentando descifrar el español del Siglo de Oro, riéndome de su voracidad y de la inmediatez de sus necesidades, que no son sino anticipos de su verdadera, posterior, e irremediable transformación.
El legado de Cervantes y Shakespeare es ése: la transformación por la vía sutil y contundente de las letras. Que sea por siempre, por 400 y por 4 mil años.
Sigamos cabalgando.
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