No voy a hablar de los muertos, aunque se nos han ido demasiados que nos ayudaron a definir lo que somos; no voy a hablar de Trump, ni del Brexit, ni del referendo en Colombia.
Hablaré, como corresponde al fin de año, a las lecturas que me acompañaron en el 2016. No quiera el lector encontrar orden, método o sistema. Soy un lector caótico que construye pilas de libros al lado de su cama que intenta ir despejando volumen por volumen, pero se da cuenta que eso no funciona porque nuevas adquisiciones se van acumulando en la cima de las torres.
Pongo un ejemplo: a principios de 2016 me había puesto como propósito releer Moby Dick como parte de un programa autoimpuesto de regresar a ciertos clásicos.
No lo hice, pero a cambio releí el Quijote; leí con extrema atención Romeo y Julieta, como nunca la había leído antes, en inglés y en español (la razón es que escribía una adaptación que puso en escena Aguijón Theater en Chicago); y cerré el año releyendo La Divina Comedia atrapado por el prólogo de Borges y luego entregado a la peculiar visión de Dante. Moby Dick me sigue esperando.
Como ya lo hice el año pasado, hablaré brevemente sobre aquellas lecturas que me sacudieron, que no quería terminar, que quería inmediatamente regalar a otros. En este espacio es raro que le caiga encima a una obra que no me gustó, en parte porque no vale la pena (lo más probable es que me haya deshecho del libro bien pronto), y en parte porque entiendo el duro trabajo de escribir, que siempre es independiente del resultado.
Vamos entonces a los estremecimientos, de nuevo sin orden aparente, sin sistema porque a final de cuentas en la poesía, la novela, el cuento, el teatro, el ensayo, el tratado, podemos encontrar aquellas líneas que nos sacuden, aquellas palabras que nos hacen soñar, aquellas imágenes que nos pueden dejar con la mirada perdida durante horas.
Citizen: an American Lyric de Claudia Rankine, leído muy a principio del año, resultó profético para lo que se nos vino encima a fines del mismo. Gabriela Ybarra me sorprendió con El comensal, una novela dura y hermosa. Hermosa también, de otra manera, fue la recopilación de poemas de Pierre Reverdy, editada por Mary Ann Caws.
Tras Reverdy vino el Quijote, y luego una inusual racha de cinco muy buenas lecturas: Black Wings has my Angel, un clásico de literatura negra de Elliott Chaze rescatado por la New York Review of Books; la extraordinaria novela Yoro de Marina Perezagua; la distópica Our endless numbered days de Claire Fuller; un tomo de necesaria lectura, Imaginary Cities, de Darran Anderson; y la recopilación final de poemas de Larry Levis, The Darkening Trapeze.
Una novela que me sorprendió fue Lamb, de Christopher Moore, un inesperado evangelio satírico que da una versión completamente distinta de la vida de Jesús entre los 13 y los 30 años, narrada por Biff, su por supuesto ficticio y mejor amigo. El ritmo de novela y poesía se vio interrumpido por The Third Coast, de Thomas Dyja, un excelente volumen de crónica que narra los primeros 50 años del siglo XX de Chicago y que, entre otras cosas, detalla el amor loco entre Nelson Algren y Simone de Beauvoir.
Fue después de Dyja que comenzó mi largo romance con Romeo y Julieta, que fui acompañando con buenas lecturas como Autumn People de Ray Bradbury, A History of Violence, el estremecedor recuento de la violencia en Honduras escritor por Oscar Martínez, y Sum, de David Eagleman, a quien siguieron dos muy buenas escritoras, la poeta ucraniano-argentina Natalia Litvinova, con su poemario Todo ajeno, y la premio Nobel Svetlana Alexeievich con Voices from Chernobyl, un documento valiosísimo.
En el espacio de lo absolutamente genial está Sex and Terror de Pascal Quignard, que me hizo ver el arte, pensamiento, y civilización romanas con otros ojos; notables fueron The Moon Before Morning de W. S. Merwin; Dreamland, de Sam Quiñones, un libro que debería leerse masivamente para entender el problema de la drogadicción en Estados Unidos; y La Mesa, de León Krauze, historias contemporáneas, muy cercanas, de los inmigrantes.
En una librería de Washington, D.C., encontré una reedición del Aullido de Ginsberg, y a él siguió una gran novela de terror, A Head Full of Ghosts de Paul Tremblay que, como todas las buenas novelas de terror es en realidad una novela sobre otras cosas. Y hablando de aullidos, muy recomendable el poemario Aullidos de China Lobo, así como Oppressive Light de Robert Walser; Injection, novela gráfica de Warren Ellis, y la clásica historia de la Guerra Civil de Bruce Catton.
De mis hallazgos del año, dos títulos de mujeres mexicanas que hay que leer: Ser Azar, poemario de Julia Santibáñez, y Anatomía de un fantasma, primera novela de María Paz Amaro; igualmente, el poemario Perplejidades de Pedro Poitevin, y dos títulos que no dejo de saborear, de la sudcoreana Han Kang: The Vegetarian y Human Acts.
Me fascinó la erudición de Anotaciones para una teoría del fracaso, de Gabriel Bernal; y la intensidad de Leviatán de Joseph Roth. Fascinantes fueron también Last Vanities, de la ítalo-suiza Fleur Jaeggy, los ensayos de Known and Strange Things de Teju Cole, Los que hablan de Mauricio Montiel Figueras y otro estupendo debut novelístico, The Many, de Wyl Menmuir.
Buena pausa fue el thriller noir Phantom Menace de Meg Gardner, para abordar el cierre de año, y la resaca post-Trump con la Antología poética de Luis Cernuda, The Performance of Becoming Human, del chileno-americano Daniel Borzutzky (que ganó el National Book Award 2016 en poesía), Auguries of Innocence de Patti Smith y, como ya había referido antes, La Divina Comedia.
¡Feliz 2017 a todos, y buenas lecturas!
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