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Literatura

Los tiempos perdidos (relato en clave de ausencia)

Tres que no están en Facebook, ni en Twitter y que apenas tienen eso que hoy en día se llama huella digital, que no es otra cosa sino convertir en bits el aburrimiento y el paso oneroso de los días. Los que ya cumplimos 50 hemos sido reacios a estas tecnologías, mucho más que los más jóvenes y los más viejos. Tal vez tenemos un sentido excesivo de nuestra propia importancia; tal vez es una desconfianza envidiosa de tecnologías que nos inventamos.

De vez en cuando los busco. Tal vez un día alguno abra su cuenta en Facebook, o aparezca en Twitter, o haga algo notable que el Internet recoja. Pero por ahora se guardan, se ocultan, se cuidan de otras miradas que incluyen a la mía. Se agazapan en ese caldo que llamamos mundo real y que cuenta todavía con zonas oscuras donde la sonda digital no ha penetrado.

No los nombro. Si ellos no quieren que sus nombres aparezcan en algún buscador electrónico, sus razones tendrán y yo las respeto. Para efectos de esta conversación con fantasmas los llamaré Uno, Dos y Tres. Uno y Dos se conocen; Dos y Tres se conocieron vagamente; los tres coincidieron brevemente en otro lugar distinto a mi memoria. Estoy casi seguro de que los tres viven ignorantes de sus respectivas vicisitudes y que yo soy un punto cada vez más remoto y pequeño de sus recuerdos, aunque cada uno aparece en mi mente con colores vivos. Si me esfuerzo, puedo escuchar con claridad la voz de Uno; la de Dos se ha ido desvaneciendo. La de Tres casi ha desaparecido pero recuerdo su sonrisa.

Y claro, los tres existen en álbumes de fotos en alguna caja sepultada al fondo del sótano; fotos cada vez más amarillentas y desdibujadas. Dos y Tres se sorprenderían de saber que aún los recuerdo; Uno, lo apostaría, preferiría no ser recordado, Bartleby de la ausencia.

Yo, único punto posible de coincidencia con Uno, Dos y Tres, los conocí hace más de 40 años. Quien me lea ya habrá entendido que hablo de esa especie llamada “los amigos de la infancia”.

Uno: fue por muchos años mi único amigo, mi colega; atravesamos pantanos similares, crisis familiares y frustraciones. Creo que su madre me tenía un cierto cariño; la mía, nunca se lo tuvo. Ante la incomodidad de las mutuas visitas, optábamos por hablar largas horas por teléfono; tuvo la paciencia de enseñarme a jugar ajedrez. Nunca le gané una partida. Fue un niño y adolescente enfermizo. Ya adultos mantuvimos la amistad. Luego yo me marché del país y los contactos se fueron haciendo cada vez más esporádicos. Desapareció y lo creí muerto. Lo reencontré porque si algo compartimos fue una misma pasión por la literatura detectivesca. No hablo de novela negra, sino de Conan Doyle y Agatha Christie. Nuestra fantasía juvenil era poner una agencia de detectives. Lo poco que aprendí me sirvió para rastrearlo. Volvió a desaparecer y lo volví a buscar. Encontré a su mujer y ella me dijo, por email, que se encontraba deprimido y no quería hablar conmigo. Desistí entonces de la búsqueda. De su escasa huella digital, entiendo que trabaja en algún rincón altamente técnico de eso que llaman industria editorial. Lo he buscado infructuosamente en ferias del libro. Cuando adolescentes, ideamos una frase secreta para que, en caso de sucesos apocalípticos, supiésemos reconocernos. No he olvidado la frase.

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Dos: con él compartí la ausencia del padre. El mío murió. El suyo vivía pero no se hablaba de él. En aquel entonces, hablo de principios de la década de 1970, ser madre soltera era un estigma. La otra cosa que nos unió fue la proximidad física. Por mucho tiempo su casa distaba unas 10 o 12 cuadras de la mía. Me bajaba yo con él en su parada del metro, lo acompañaba a casa. A veces me quedaba a comer. Hacíamos la tarea y luego caminaba a mi casa. Desde niño supo que quería ser piloto de aerolínea. Solíamos subir a su azotea a ver pasar aviones (el aeropuerto quedaba relativamente cerca). Le bastaba ver la silueta de un avión para saber el modelo y la aerolínea. Conocía hasta los aviones de Aeroflot, la aerolínea soviética. Me enseñó a distinguir el fuselaje plateado de American; el blanco con globo azul de Pan Am; el pálido azul de KLM. Mis favoritos eran los de Ecuatoriana, pintados con colores tan chillantes que parecían gigantescos tucanes. Lo perdí de vista cuando nos fuimos a la universidad; ni siquiera recuerdo cuál escogió. Google, ese indecente voyeur, me reveló que es piloto. Pero no me dijo de qué. ¿Comercial? ¿Privado? ¿Militar? Tal vez he volado con él sin enterarme.

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Tres: alguna rara combinación matemática hizo que Tres y yo fuésemos compañeros de salón en cada uno de los seis años de primaria y el primero de secundaria, un fenómeno poco común en aquella enorme escuela marista. La conveniencia y el fútbol nos hicieron amigos. La primera, porque Tres sufría con los estudios y yo lo ayudaba con las tareas y le pasaba las respuestas en los exámenes; en esas tácitas transacciones escolares, él me protegía de abusos y golpes. A los dos nos apasionaba el fútbol. Tres era el mejor guardameta que vi a lo largo de mis años de escuela; yo era su suplente. En esa complicidad que te da el deporte, me reveló los secretos de la portería: cómo salir a los pies del delantero rival; cómo cortar un centro con los puños; cómo detener un penalty; cómo ordenar la defensa a gritos. Los dos admirábamos, como casi todos los muchachos de nuestra generación al Superman Marín, aquel portero argentino que hizo época en el fútbol mexicano. Imitábamos sus gestos, sus lances; intentamos copiar hasta su peinado. Para Tres, rubio y de cabello lacio, era fácil. Imposible para mí, con mi cabello negro, disparatado y rebelde. Al terminar el primer grado de secundaria, el gobierno les quitó el terreno de la escuela a los maristas, y los religiosos nos dividieron a los alumnos entre otros dos de los muchos planteles que tenían en la Ciudad de México. A mí me enviaron al Instituto México, a Tres al Internado. Nunca lo volví a ver. El otro día encontré su nombre en Google: se trataba de un caso de divorcio que llevaba meses entrando y saliendo de tribunales. Los escasos documentos no indicaban si había hijos de por medio.

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Un editor fantasma; un piloto sin avión; un guardameta divorciado. Partidas de ajedrez, tardes tumbados en una azotea contando aviones, el seco sonido de los guantes que atrapan el balón de cuero.

El tiempo que se cuela imparable entre el diluvio de bits.

 

 

Acerca de gerardo1313

Escritor, periodista, promotor cultural, estratega de comunicación y agente literario. Reside en México tras casi 30 años viviendo en Estados Unidos y Europa. Autor de siete títulos de poesía, cuento, teatro y traducción literaria. Co-fundador y co-director de la agencia literaria PaGe.

Comentarios

4 comentarios en “Los tiempos perdidos (relato en clave de ausencia)

  1. Si pusiera un mensaje en clave de ausencia, dejado en una botella que pudiera sobreaguar en un blog , quizá mi trío estaría conformado por un amante de los seudónimos con nombres de personajes de cuentos de Cortázar, una vigilante eterna de cactus en Xochimilco y un chofer solterón de camiones de refresco.
    Qué maravilloso su artículo. Gracias.

    Publicado por Guido Islas | abril 5, 2013, 2:09 AM
  2. Me pregunto en que se mide la ausencia, ¿es menos ausente si tiene un perfil social? ¿menos ausente si empezamos a olvidarlos? Me gustó el relato, saludos.

    Publicado por YahirCasas | May 27, 2013, 11:37 AM
    • Gracias. La verdad no lo se, tus preguntas son muy buenas. Creo que, sobre todo para los que nos hemos ido lejos, el punto de contacto con gente perdida hace tiempo puede ser un perfil social. Olvidarlos es, definitivamente, perderlos.

      Publicado por gerardo1313 | May 28, 2013, 11:49 AM

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