A Marianne Wilson, en memoria
Una de las muchas palabras que hemos heredado del griego clásico es “farmacia”, que proviene del nombre propio Pharmakeia. Pharmakeia, según la mitología griega, era una náyade, una especie de ninfa que protegía una fuente supuestamente venenosa. Para cuando la palabra llega a la Biblia, ya viene asociada con la idea de brujería y sortilegio. Eventualmente adquiere su sentido moderno, que es de la administración de medicamentos.
Usted como yo creció quizás en un tiempo y en un lugar donde los farmacéuticos eran parte de la vida comunitaria: los farmacéuticos operaban sus farmacias por décadas, eran parte de la vida del barrio, sabían de la salud y de la enfermedad de los vecinos y siempre tenían, como por arte de magia o sortilegio, algún remedio que nos podía quitar un catarro, un dolor de espalda u otra complicación menor pero molesta.
Dimitris Christoulas, de 77 años de edad, era uno de esos farmacéuticos. Asumimos que nació en 1935, y que por ende vivió su niñez durante la Segunda Guerra Mundial y la ocupación nazi de Grecia. Es por tanto, un hijo del Plan Marshall y de la Guerra Fría que vivió bajo el credo del estado benefactor.
Christoulas se jubiló, posiblemente satisfecho por haber dedicado su vida a ayudar a curar los males de otros. Supuso que con su pensión le bastaría para vivir cómodamente, sin exageraciones pero sin privaciones, el resto de sus días. Eso le había prometido el Estado bajo el cual creció, esa era la promesa en que había basado su vida laboral.
Pero la especulación financiera que generó la brutal recesión del 2008, y que tiene a Grecia de rodillas ante sus acreedores, destrozó todo aquello que Christoulas tenía, y en lo cual creía. Como farmacéutico, tal vez intuyó que su país sufría un grave mal. Pero en sus anaqueles no había pomada, pastilla o inyección que lo aliviasen.
Christoulas se endeudó como muchos otros millones de griegos; su pensión se redujo; sus impuestos se dispararon. Todo, en nombre de medidas de austeridad draconianas para que Grecia no sea el vagón que descarrile el tren europeo. Tren en el que ya los europeos no creen. Pero en el cual circulan.
Un día Christoulas se hartó. Su inesperada pobreza lo ponía al borde de la mendicidad. Y supongo que como todo aquel que ha trabajado duro todo su vida y espera en su vez descanso y aprecio, tenía su dignidad y su amor propio.
Así que ese día Christoulas salió de casa, y en la Plaza Syntagma de Atenas contó su historia a los transeúntes y luego se suicidó pegándose un tiro. En la carta de despedida que dejó, dijo que prefería quitarse la vida a hurgar los basureros en busca de comida.
Recordemos que la llamada “primavera árabe” comenzó en Túnez con un hombre que se inmoló porque estaba harto.
Tengo muchas dudas que el suicidio de Christoulas genere alzamientos similares. A final de cuentas, en Occidente el cinismo, la abulia o la complacencia han aletargado el instinto de pelea en millones de personas. Aunque muchas personas han acudido a la Plaza Syntagma, para manifestarse contra el programa de austeridad, o para prender una vela y dejarla al pie del árbol frente al cual Christoulas se quitó la vida, no se siente el ambiente de un estallido de indignación popular.
No puedo juzgar a Christoulas. Él tomó una decisión basada en su experiencia personal ante hechos que lo rebasaron. Pero ¿qué necesita una sociedad para levantarse contra la imposición de un régimen económico que es tan descarnado, tan brutal, que arroja a un buen hombre a una situación tan extrema?
Tal vez su propia profesión sea un símbolo adicional del desastre: hoy, las farmacias son cadenas, meras franquicias de empresas multinacionales donde la atención es impersonal y las medicinas son genéricas. Christoulas creció en otro mundo, y ese mundo y sus valores se fueron al canal del desagüe, sin remedio ni piedad para quien, pese a haber trabajado toda su vida, pagado sus impuestos, sacado adelante una familia, es ya una mera cifra desechable.
Christoulas dijo no, yo no soy eso, y asumió el acto final de individualidad y dignidad frente al desastre. El farmacéutico supo ese día, en la Plaza Syntagma, que como la antigua Pharmakeia, era guardián de una fuente envenenada, y ese veneno es el silencio de los otros que lo vieron morir y siguieron caminando.
Comentarios
Aún no hay comentarios.